lunes, 23 de diciembre de 2013

Villancicos y Joropos en Caracas

Domingo en la mañana. El Dr. Medina estaba de­cidiendo entre preparar su clase del lunes sobre Freud o preparar esos tamales verdes que tan bien le salían, cuando el teléfono sonó. Dos horas des­pués, Medina volaba rumbo a Caracas.



Apenas llegó, un trabajador del aeropuerto pasó junto a él y Medina no pudo contenerse:

-Dígame, ¿cómo van las cosas con Maduro?

-No nos podemos quejar.

-Qué bueno.

-No –dijo bajando la voz–, en verdad no nos podemos quejar. Hay espías por todas partes.

Luego, unos hombres llevaron a Medina a un vehículo oficial. Ahí, mientras se dirigían a la sede del Gobierno, un funcionario le estrechó la mano.

-Doctor, mucho gusto. El presidente lo verá ahora. Antes solo le pido que firme estos documentos como simple formalidad.

-¿Qué son?

-El primero es un acuerdo de confidencialidad sobre lo que vaya a conversar con el presidente.

-Bueno.

-Y el segundo es la indemnización en caso rompa el acuerdo.

-¿Como una nota de embargo?

-Como una nota de suicidio más bien.

Llegaron a Palacio de Miraflores y lo llevaron hasta una pequeña sala, domi­nada por un retrato de Chávez. Entonces, Nicolás Maduro ingresó, se saludaron y se sentaron uno frente al otro.

-Doctor –dijo Maduro–. Tengo dudas sobre mi salud mental.

-Antes que nada debo decirle que, por ética personal, solo puedo atenderlo si me demuestra que no es un dictador.

-Cónchale, ¿y qué hago ahora con los 20 mil dólares que íbamos a pagarle?

-Bueno, creo que podría hacer una excepción.

-¿En nombre de la ciencia?

-Exacto, pero el cheque a nombre mío, por favor.

Maduro asiente.

-Lo escucho –dijo Medina–.

-Todo comenzó cuando un pajarito vino y me silbó un me­rengue, y sentí clarito que era el mismísimo comandante Chávez. Pero claro, en seguida noté que algo andaba mal, porque el comandante más bien prefería los joropos. Se lo conté al país y todos me aplaudieron. Después vi la cara del comadante en una piedra. Cónchale, me dije, esto ya es peor. Y también lo conté, pero lejos de criticarme, el pueblo revolucionario me apoyó.

-Entiendo.

-Después lancé el Viceministerio de la Felicidad. Yo dije, bueno, ahora sí me detendrán, pero nada, todos mis ayu­dantes encontraron mi idea genial, salvo uno que después fue encontrado bajo tierra. Entonces pensé: o mi pueblo está peor que yo, o yo soy el venezolano más cuerdo. Así que decidí hacer la prueba final y declaré Navidad en pleno noviembre. Y nadie reclamó. Solo un par de sacerdotes se negaron a admitir que el niño Jesús iba a ser ochomesino. Los padres aparecieron muertos, pero la Policía determinó que se habían suicidado a golpes con un bate de béisbol.

-Pero quién va a creer eso. En una verdadera democracia no existe la tortura.
- No diga esa maldita palabra.

-¿Tortura?

-No, democracia.

Medina lo contempló. Había concluido ya que las probabili­dades de que Maduro apruebe un examen mental eran tan grandes como las que tenía de entrar parado en una combi.

-Seré sincero.

-Dígame doctor.

-Tiene un serio problema de desbalance químico mental.

-O sea…

-Usted está loco. Digamos que algunas de sus neuronas están de vacaciones y las otras en huelga indefinida.

Maduro enmudeció.

-Pero tranquilícese. Le voy a recetar algunos medicamentos y estará mejor.

Un mes después. Lunes por la mañana. Medina se dirige a la universidad. De pronto, en la radio se anuncia que Maduro ha responsabilizado al Hombre Araña de la inseguridad en Venezuela, que ha dicho multiplicación de “penes” en lugar de “panes” y que, además, ha decretado la reducción total de los precios. Hay saqueos y la Policía tiene orden de detener a quienes intenten pagar por los productos. Medina se inquietó, dio un suspiro y comprendió que debía volver cuanto antes a Caracas. ¿Cuántos televisores me podré traer?, pensó.


Publicado en la revista Velaverde Nº42

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