lunes, 9 de diciembre de 2013

La historia silente de Pedro Peña

Pedro Peña nació en 1935, siendo todavía muy pequeño. Desde sus primeros días sus padres descubrieron en él dos cosas que lo diferenciaban de los otros niños: sus extraordinarios dotes para hacer gestos y el hecho poco usual de tener 6 dedos en cada mano. Tras una breve y simple cirugía los dedos sobrantes fueron extraídos, momentos antes de la operación el pequeño Pedro fue fotografiado para los anales de la medicina, y para el Circo Perejil.



Pero el inicio de su carrera se dio una tarde fría de verano, misma tarde que sufrió un leve ataque de pulmonía. Ese día, el destino quiso que pasara por el pueblo un famoso mimo llamado Marcelo Mutis, quien lo vio realizar su célebre acto mímico titulado: “La cuerda”. En este acto el joven Peña hacía las delicias del público simulando coger y jalar una cuerda de diversas formas, sin más elementos que su cuerpo y…una cuerda. El maestro, ante tal acto, quedó dubitativo respecto a Peña: se trataba de un genio o de un perfecto idiota.

Terminado el celebrado acto, Marcelo Mutis se presentó ante Pedro, quien se mostró muy emocionado de estrechar, por fin, la mano de semejante figura. Ahí Marcelo Mutis le dijo que había visto su acto y que estaba interesado en llevárselo como su discípulo.

Sin embargo, el partir no fue fácil, sobre todo porque sus padres no querían dejarlo ir. Pedro era su único hijo y no se imaginaban la vida sin él. Marcelo Mutis les dio una idea del dinero que Pedro les podría enviar y entonces ya empezaron a imaginarse la vida sin él. Y aunque muchos allegados les criticaron que hayan aceptado “la palabra de un mimo”, los Peña aceptaron entonces de buena gana –y muy sonrientes- la partida de su hijo. Pedro se alegró de que sus padres hayan asimilado por fin su partida, todo bien, pero igual le pareció un exceso que al día siguiente ya hubieran alquilado su habitación y lo hayan hecho dormir en la sala.

Mutis llevó a Peña a su hogar, en París. Ahí Peña se pasaba las dos primeras horas del día, perfeccionando su técnica con la invalorable y desinteresada ayuda de su maestro; el resto del día se lo pasaba limpiando, cocinando, lavando y planchando. Apenas tres años después, Pedro Peña se había convertido en uno de los mejores mimos del mundo y uno de los mejores amos de casa, también. Viajó por toda Europa, al principio con un breve acto que antecedía a su maestro Mutis, pero no tardó en protagonizar sus propios números. Mutis parecía feliz de lo alcanzado por Peña, incluso cuando ya empezaban a contratarlo más a su discípulo que a él mismo.


Hasta que llegó la fatídica mañana en que un empresario le ofreció al maestro un contrato para actuar como antesala de su propio discípulo. Mutis no se inmutó; alzó los hombros y rechazó la propuesta con el mejor talante posible, mientras comprobaba qué tan complicado era afeitar al empresario con un hacha.

Cuando Pedro Peña llegó y vio a su maestro con el hacha ensangrentada en mano y junto a él, al empresario, bien afeitado eso sí, pero sin ninguna posibilidad de volver a respirar, comprendió que era momento de volver a casa.

Antes, Peña llevó en secreto a su maestro Mutis a un centro de rehabilitación mental. En el camino a dicho lugar, Peña se recriminó el no haberse percatado del estado de su maestro. Debí haber imaginado que algo andaba mal, pensó. Pedro recordó entonces aquella tarde en que encontró a Marcelo Mutis podando el césped, lo que resultó bastante extraño, considerando que no tenían ni podadora ni césped.

Finalmente, luego de pasear su talento por el mundo, Pedro Peña regresó a su pueblo natal. Allí fue recibido por un entusiasta grupo de chiquillos quienes, afortunadamente, solo le robaron unas cuantas monedas y un par de relojes. En camino a su casa, la gente lo reconocía y lo saludaba afectuosamente. Y ante tanto entusiasmo decidió hacer un pequeño número. Así, hizo las delicias de la gente con su célebre acto mímico titulado “El bastón”, donde simulaba apoyarse y mover un bastón de diversas formas, sin más elementos que su cuerpo y…un bastón.

En casa, en cambio, sus padres se pasaron la tarde entera recordándole que no les había enviado ni un cobre durante todos esos años. Esa noche, acostado en la sala, Pedro Peña no podía dormir de tanto escuchar los graves ronquidos del desconocido que alquilaba su habitación y de tanto recordar lo insoportable que se habían vuelto sus padres.

Creo que mañana me voy a afeitar, pensó.

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