lunes, 21 de septiembre de 2015

Una noche nacionalista


Caminaba pensando en la noche que me esperaba, o, al menos la que yo creía que me esperaba. Entonces la llamé solo para confirmar el encuentro, nuestro primer encuentro en realidad. La había conocido días antes en una librería mientras nos disputábamos el último ejemplar de un libro de Borges. Yo le cedí el libro por caballerosidad y porque la verdad recordé haber visto ese mismo libro a un precio más módico. Ella me agradeció el gesto y yo le agradecí la sonrisa.

-Pucha, sorry, no voy a poder salir ahora–me dijo cuando la llamé- . Tengo que ir a un evento y no la hago.
-Ah bueno –le dije-. No te preocupes. No hay problema.
-Pucha sí pues. A no ser que…
-¿Qué?
-A no ser que me acompañes. ¿Quién sabe? Quizá acabe temprano.



Llegué al cruce de las calles que me indicó en el centro de Lima. La verdad casi no voy al centro y estaba algo inquieto esperándola ahí.  Y, mientras lo hacía, vi bastante movimiento en la calle frente a mí. Había algunos buses, miembros de seguridad y hasta carros de la Policía. Entonces llegó ella. Nos saludamos y empezamos a caminar.

-¿Por aquí es tu evento? –le pregunté y, casi enseguida, adiviné lo que me iba decir.
-Claro, ese es – me dijo señalándome la calle que yo había estado viendo-. Bueno, en realidad el local del partido está a la vuelta.
-¿Del partido?
-Sí, claro, ¿no te dije que soy del partido, del partido nacionalista?
-No, no me dijiste –le dije de una forma que me puso en evidencia.
-¿Por qué? ¿Algún problema?
-No, para nada –le dije mirando sus ojos café, su cabello ondulado y su rostro de ensueño-. Al contrario. Yo también soy nacionalista.
-Ah mira tú. Qué coincidencia, ¿no?
-Sí pues –le dije y apenas lo hice ya me estaba arrepintiendo por la mentira.

Llegamos a la puerta del local. Bastante gente alrededor de la puerta, pugnando por ingresar. En la acera había varios vehículos de la prensa y algunos carros oficiales.

El vigilante la saludó. Ella le hizo un gesto, señalándome y nos dejó entrar. Pasamos un pequeño patio e ingresamos por un lado del local. Apenas entramos, Mónica empezó a saludarse con militantes y dirigentes. Nos detuvimos en una larga mesa donde se estaban acomodando afiches y posters.

-Hazme un favor, agrúpalos de 20 en 20. Los posters de 10 en 10.

Estuvimos así unos minutos, luego me dijo: “Después los vamos a repartir a los dirigentes de las bases”. Un momento. ¿Había dicho “vamos”? ¿Utilizo, acaso, la primera persona del plural? No, creo que había llegado el momento de decirle que no era tan nacionalista como le había dicho. Después de todo, teníamos química y eso no tenía nada que ver con la política, ¿o sí? Entonces, un bullicio mayor se escuchó y, segundos después, vimos a aparecer a la presidenta del partido.

-Ahí está Nadine –me dijo Mónica, apretando mi mano.

Y sí, en efecto, apareció la primera dama, radiante, repartiendo sonrisas a todos. Mónica me hizo pararme. Nadine se acercó primero a la mesa que estaba junto a la nuestra. Les dio la mano a los dos militantes que estaban encargados no sé de qué y luego se acercó hasta donde estábamos nosotros. Primero le dio la mano a Mónica.

-Soy una gran admiradora –le dijo.
-Gracias –dijo Nadine.

Luego me extendió la mano y yo -lo cortés no quita lo valiente- hice lo propio.

-Es valioso el esfuerzo que hacen por el partido –me dijo, sin dejar de sonreír.

Yo me quedé en silencio y, ante una situación tan absurda, una sonrisa casi se asoma en mi rostro, pero no fue así. Mientras tanto, le seguía sosteniendo la mano. En verdad no tenía  intenciones de decirle nada en verdad, pero Mónica me miró y sus ojos café me volvieron a nacionalizar.

-Gracias Nadine –le dije y solo entonces le solté la mano.

Heredia siguió luego por un pasadizo, sin dejar de saludar y sonreír, hasta llegar al pequeño auditorio donde la esperaban los principales dirigentes del partidos, gran número de militantes y, desde luego, las cámaras de los canales de televisión.

Pasaron unos minutos y nuestra labor ya estaba hecha. Afortunadamente, aparecieron otros militantes que insistieron en ser ellos quienes repartirían lo que habíamos acomodado. Entonces, ella y yo caminamos hasta el pequeño auditorio. Pensé que estaríamos mezclados entre los militantes, pero ella me llevó por otra puerta y nos pusimos dentro del grupo de élite de los nacionalistas. De pronto, estaba codo a codo con los congresistas Otárola, Gutiérrez y Gastañadui. Delante de ellos, delante de todos en realidad, estaba Nadine, dispuesta empezar a hablar a sus seguidores.

-Compañeros, compañeras, hermanos nacionalistas, ahora más que nunca es el momento de estar unidos –dijo Nadine-. Hay que revitalizar nuestro partido.

¿Partido? Pero si el nacionalismo no existe. Claro, eso pensé pero no creí necesario decírselo a Mónica. Ella me sonrió y yo a ella. Y cuando creí que me iba a decir algo de Nadine, me dijo, en medio la bulla y los vítores que ya empezaban: “¿Y adónde íbamos a ir hoy? Yo la miré, sorprendido, y cuando le iba a responder Gutiérrez empezó a gritar: ¡Nadine Presidente!, ¡Nadine Presidente! y pronto la frase se multiplicó entre los militantes y retumbó en el recinto.

-Ya tenemos un presidente –dijo Nadine-. Yo acompaño al presidente, pero yo no estoy por encima de él como le quieren hacer creer a la gente.

Pero si ella misma es la que se ha construido esa imagen, pensé. Entonces Mónica me miró y recordé lo que me había preguntado: “No sé. Pensaba que podríamos ir al cine o algo así”. Ella me dijo: “Ya pues. ¿Qué tal si cuando termine esto vamos a ver una pela en mi depa?”.

-Este gobierno nacionalista es un gobierno democrático y respetamos la independencia de los poderes del Estado. No nos metan en el mismo saco. Nosotros no manejamos los hilos del Poder Judicial.

¿Que respetan el Poder Judicial? Claro que sí, porque hasta ahora les han funcionado todos los bloqueos para que no los investiguen, pensé, pero luego pensé mejor, ¿qué me había dicho Mónica? ¿Su depa? Entonces le dije: “Ah ya pues” y le agregué, estúpidamente por cierto: “¿Y tus padres no te dirán nada?”. Ella sonrió y, en medio de los sonoros aplausos nacionalistas, me dijo: “No creo. No vivo con ellos. Vivo con una amiga, pero está de viaje”.  Y yo casi, casi, aplaudo también.

Cuando el evento por fin terminó, Mónica y yo nos tomamos un taxi rumbo a su departamento. En el camino, ella me empezó a hablar del evento, del partido, de su entusiasmo por Nadine. Entonces recibió una llamada de su amiga y le fue contando, feliz, los detalles del evento. Mientras tanto, dejé de ver sus ojos café y miré el cielo recortado por la ventanilla del taxi. Me pregunté entonces si estaba haciendo mal al engañarla, porque no solo yo no era nacionalista, sino que era de quienes pensaban que este gobierno tiene mucho que explicarle a la justicia. ¿Debía o no ser sincero con ella? ¿No podría ser sincero, digamos, al día siguiente? Era, en verdad, una pregunta retórica porque la respuesta la sabía muy bien: estaba éticamente jodido. Apenas terminó de hablar con su amiga, la miré.

-Mónica, no soy nacionalista –le dije, de golpe y sin anestesia.

Ella me miró, me sopesó y finalmente sonrió. La verdad es que lo tomó muy bien. Que de pronto se haya sentido indispuesta, que me haya pedido que, por favor, no la vuelva a llamar y que me haya obligado a bajarme del taxi fue, al parecer, pura coincidencia. ¿O no? De cualquier forma me quedaron dos buenas lecciones: la primera, no hay que mentir –o no hay que decir que uno ha mentido-, y, sobre todo, la segunda, no hay que pagar el taxi antes de tiempo.


Publicado en la revista Velaverde N°133


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