El
consultorio del doctor Medina funciona en su residencia, para ser más exactos,
en su estudio. Entre libros, antigüedades y cuadros no figurativos, el afamado
psicoanalista ha visto y -sobre todo- escuchado los secretos más inconfesables
de las numerosas personalidades que se han recostado en su imponente diván.
Atormentado
por la coyuntura y por Patricia Juárez, el alcalde Castañeda acudió la cita.
-Doctor,
siento que nadie me quiere –dijo apenas se recostó en el diván.
-Vamos,
señor Castañeda, no exagere. Estoy seguro que su familia todavía le guarda
cariño.
-Yo
me refiero a los limeños en general, doctor. No sé quién les ha metido ideas en
la cabeza que ahora me critican por todo.
-Dicen
que usted no escucha a nadie, ¿eso es cierto?
-Y
a mí me molesta mucho que me quieran hacer un cargamontón. Yo solo quiero lo
mejor para mi gente.
-¿Para
los limeños?
-No,
para mi familia.
El
doctor Medina asintió y escribió algo en su libreta de apuntes.
-A
ver, a ver, señor Castañeda. Vamos a hacer un ejercicio hipnótico.
El
doctor Medina se levantó y caminó hasta sentarse al borde del diván.
-Va
a sentirse relajado, muy relajado. Siéntase libre de todo peso, de toda carga,
como si no tuviera ninguna responsabilidad de nada.
-Eso
es fácil.
-Ahora
los ojos le pesan, le pesan una enormidad y siente que todos sus músculos se
relajan. Le está dando mucho sueño, mucho sueño.
Castañeda,
con sus manos entrelazadas descansado sobre su pecho, quedó en silencio por
unos segundos. El doctor Medina lo contempló hasta cerciorarse que la hipnosis
había dado resultado.
-Muy
bien, señor Castañeda. Dígame, ¿qué ve?
-Nada,
tengo los ojos cerrados.
-Lo
sé, pero me refiero a su mente. ¿Qué ve en su mente?
-Nada.
-¿Cómo
que nada? Algo tendrá que ver.
-Pues
no, nada.
El
doctor Medina se reacomodó en el borde del diván.
-Vayamos
por otro camino. Señor Castañeda vamos a hacer una regresión. Retrocedamos en
el tiempo. Ahora es usted un niño. ¿Qué ve?
-Veo
la playa de Pimentel.
-Eso
es. ¿Qué más ve? –preguntó el doctor.
-Hay
mucho sol, mucho calor. Estoy caminando en la arena y ahora estoy al borde de
la orilla del mar.
-Siga,
siga.
-Pero
si sigo me mojo.
-Siga
diciéndome qué ve.
-Veo
a unos niños jugando, chapoteando en el mar. Yo también quiero meterme.
-Métase
entonces.
-Ya,
ya estoy en el mar. Estoy jugando con los niños. Me tiran agua en la cara y yo
a ellos.
Castañeda,
con los ojos cerrados, sonreía mientras hablaba. Sus manos, antes quietas y
reposadas, ahora se movían, como apartando el agua de su rostro.
-Parece
que está contento –dijo el doctor.
-Sí,
estoy muy contento. El mar es tranquilo, parece una piscina. Hasta tibia está
el agua.
De
pronto, el rostro de Castañeda se agrava.
-¿Pasa
algo? –preguntó el doctor.
-Sí,
unos hombres de amarillo están poniendo rocas enormes en la playa.
-¿Rocas
enormes?
-Sí, los más grandes están protestando por las
rocas y está llegando la Policía con varas. No. No. Les están pegando a los
bañistas. Los niños también corren para que no les pase nada. Yo también corro.
No. Se están llevando a los bañistas, como si fueran delincuentes. Dicen que es
culpa del alcalde, dice que es un prepotente y que no respeta a nadie.
-Interesante.
-No.
Parece mentira, pero ya no se ve el sol. Una de las enormes rocas lo está
tapando. Ya parece de noche. Ahora todo está oscuro. Muy oscuro.
El
doctor Medina dio una fuerte palmada y Castañeda, que ya tenía el temor
dibujado en su rostro, se despertó. Pestañeó numerosas veces, como adecuándose
a la luz del estudio.
-¿Qué
pasó doctor? No recuerdo nada.
-Por
ser la primera vez lo dejaremos aquí.
-¿Me
va a dejar aquí en el diván?
-No,
vamos a dejar la sesión aquí nomás.
Castañeda
se levantó trabajosamente y quedó de pie.
-Sabe doctor, lo felicito. Me siento mucho mejor
ahora.
-Gracias.
-Qué bien que se descansa
en ese diván. Publicado en la revista Velaverde Nº113
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