lunes, 4 de agosto de 2014

El extraño caso de Benjamín Franklin en Miraflores

Ahora que la resaca patriótica ha terminado y que los entresijos políticos han concluido, ahora que los acomodos y reacomodos en el Congreso y en el Ejecutivo se han afianzado, al menos hasta nuevo aviso, conviene tomar un respiro de los temas políticos. Por ese motivo  comparto el siguiente relato donde cuento el increíble e improbable suceso que me ocurrió, el mismo que explica por qué, hasta el día de hoy, me mantengo en la clandestinidad.


Estaba sentado en una de las tantas bancas que hay en la avenida Pardo, en Miraflores, cuando de pronto alguien se paró frente a mí. Era Don Estuardo, claro que en ese momento no lo conocía. Entonces, sin más, me preguntó: "¿Eres tú?". Por un segundo -bueno, por dos- quedé pasmado. De acuerdo a como se le viera, podría tratarse de una pregunta existencial, de hondo contenido filosófico, o también podría tratarse de una estupidez. “Sí, soy yo”, le respondí.

Entonces sucedió algo improbable. Don Estuardo metió la mano en su saco y extrajo un inmenso fajo de billetes de 100 dólares, lo que resultó impresionante considerando que no tenía saco. “Toma”, me dijo; y yo, en un acto casi involuntario, estiré mi mano y recibí el dinero. Entonces agregó: “Me llamo Don Estuardo, también podrías llamarme Juan, pero no tendría sentido”. Luego sacó más fajos y agregó "para ser más exactos son 100 mil dólares".

Yo seguía atónito, totalmente despalabrado. Don Estuardo notó mi perturbación. "No te preocupes" me dijo y agregó "si no me sigues ni dices nada a nadie nos vemos en un año, en este mismo lugar y a esta misma hora". Y así, de repente, se fue. Palpé el dinero y sentí que Benjamin Franklin, cuyo rostro aparece en los billetes de 100 dólares, me observabaLuego levanté la cabeza y me quedé unos minutos mirando hacia todos los lados, buscando alguna explicación y buscando también un banco donde hacer el depósito.

Una vez en mi departamento, decidí tomar las cosas con calma. Mi primera pregunta fue si debía gastar o no el dinero. Una parte de mí me decía que sí, otra parte me decía que no, otra parte me decía que lo haga pero con responsabilidad y otra parte me decía que mejor vaya a tratar mi problema de personalidad múltiple. Decidido a usar el dinero, medité sobre cómo debía gastarlo. De pronto, la idea de ayudar a los pobres del país pasó por mi mente, pero pasó muy rápido.

Al final viajé mucho y compré muchas cosas útiles, algunas de telemarketing (tengo un kit completo para destender la cama) y otras de maquinaria pesada (la limpiadora de nieve está como nueva).

El tiempo pasó y un año después yo estaba sentado en la misma banca y a la misma hora (y con la misma ropa para ser sincero). Miraba a todos lados esperando la llegada de Don Estuardo. Entonces lo vi.

Caminó hasta mí con paso cansado. Volvió a sacar varios fajos de billetes y me los dio. "Nos vemos en un año", me dijo. Esta vez no pude contener la curiosidad y le solté todas las preguntas que debía haberle hecho hacía un año. ¿Quién eres? ¿Por qué haces esto? ¿Por qué me elegiste a mí? ¿No tienes euros? Se me acercó con aires de abuelo engreídor y me respondió: "En verdad nada de eso importa y no, no tengo euros".

Los dos años siguientes fui al mismo lugar y Don Estuardo apareció sin falta, pero este año, para mi congoja, nunca llegó.

Todo cobró sentido cuando semanas después vi su foto en un reportaje televisivo. En él se daba cuenta del extraño caso de Don Estuardo Ibáñez del Campo, un anciano millonario que había fallecido de un paro cardíaco y que, para sorpresa y estupor de sus herederos, había gastado casi toda su fortuna entregando ingentes cantidades de dinero a desconocidos. La nota afirmaba que se estaba buscando a los beneficiados para recuperar el dinero, pues según uno de sus mortificados herederos "ese viejo loco no tenía derecho a dilapidar la fortuna familiar".

En salvaguarda de mi seguridad personal he cambiado los nombres y lugares que aparecen aquí (por ejemplo, las cosas no sucedieron en la banca que mencioné de la avenida Pardo, sino en la del costado).

Y bueno, pese a estar en la clandestinidad, no me puedo quejar. Al final, me queda el recuerdo desinteresado de aquel viejecito que me procuró tantas alegrías. Siempre evocaré con nostalgia el apacible, amable y verdoso rostro de Benjamin Franklin.

Publicado en la revista Velaverde Nº75

No hay comentarios:

Publicar un comentario