Sentado frente a la
computadora, dos preocupaciones me asaltaron: cómo abordar el controvertido
tema del espionaje chileno y, de lejos la más importante, cómo abordar a la
nueva vecina que acaba de mudarse a mi cuadra. Una lucha encarnizada se inició
entre ambas ideas y pronto mi mente se convirtió en un polvorín. De pronto se me ocurría que debía hablar sobre
los lazos que unen a Chile y Perú, pero, en seguida, recordaba que en la mañana
había visto a mi vecina comprar apenas 3 panes, lo que podría significar que
vivía sola. ¿Qué tal si escribo sobre cómo pese a los años todavía pervive el
rencor en ambos lados de la frontera? ¿O, qué tal mejor si mañana me voy a la
panadería a la misma hora a ver si la encuentro? Semejantes idas y venidas
me mareaban. Para cuando la icónica
imagen de Bolognesi quemando su último cartucho se me entreveró con la visión
de mi vecina convertida en una corajuda rabona, comprendí que había tocado
fondo.
A la mañana
siguiente, decidí hacer una cosa a la vez. A la hora indicada, llegué hasta la
panadería, recién bañado, perfumado, peinado y
si no fui de impecable frac fue porque ya era demasiado y porque –la
verdad sea dicha- no tengo frac. Apenas entré vi que mi vecina no estaba, es
más solo habían dos personas, las cuales fueron atendidas con rapidez y se
fueron del local. Yo, entonces, quedé como único cliente. De pronto, el cajero y las dos chicas que atendían me
miraban, me sopesaban y seguro se preguntaban por qué no compraba el pan de una
vez por todas.
Yo me había quedado
de pie en medio de la panadería y al principio no atinaba a nada. Luego caminé
hacia el mostrador y miré, contemplé y hasta casi estudié cada uno de los
panes. Después pasé a observar los embutidos, con tal atención que parecía que
estaba memorizando sus formas, colores, texturas y precios. Sin saber qué más hacer para hacer
tiempo, comprendí que ella no vendría. Desmoralizado, me acerqué a la caja a comprar
los panes de siempre.
-¿Qué opinas del
espionaje que nos ha hecho Chile? –le solté sorpresivamente al cajero.
El cajero alzó los
hombros y movió la cabeza hacia un lado.
De regreso a casa,
decidí olvidarme de mi vecina y concentrarme en el tema Perú-Chile. La actitud
del cajero era, después de todo, significativa. A una parte de la población el
tema no les generaba ningún comentario, sea porque estaban pensando más en cómo
estirar -al máximo- el sueldo mínimo; o,
sea porque les resultaban más interesantes las riñas faranduleras. Para otros, llamados
antichilenos, la frase: “El Perú y Chile son países hermanos” no solo era una
frase exenta de realidad, sino abiertamente provocadora. En tal sentido, si
Perú y Chile eran hermanos serían más bien como los bíblicos Caín y Abel. Asimismo,
desde esta visión, asuntos tan dispares como el recuerdo de la ignominiosa
ocupación chilena, la apropiación del origen del pisco y hasta los nada
fraternos intereses de las tarjetas de Ripley y Saga –cuidado con el próximo
cierrapuertas-, son motivos suficientes para mantener un cariño especial por
los chilenos.
Del otro lado del
espectro, otros peruanos que podrían llamarse prochilenos, piensan que Perú y
Chile deben unirse frente al mundo. Y una forma de lograr esta filiación es a través
de la cocina. Nuestra gastronomía sería la encargada de lograr la integración
con los comensales chilenos y así evitar –a fuerza del calor de las hornillas-
el enfriamiento en la relación bilateral. Pensar en ello, sin embargo, me sacó
del tema y me hizo recordar que ya era hora de comer. De pronto, la imagen de
mi vecina volvió a irrumpir en mi mente. ¿Qué tal si la espero en el restaurante
más cercano por si decide salir a almorzar?
Menos de 15 minutos
después, ya estaba apostado en la puerta del local. Recién bañado otra vez, perfumado,
peinado y debidamente acicalado, esperé la eventual llegada de mi vecina. El
tiempo pasaba, pero la ansiedad no. Casi tres cuartos de hora después, la
terrible sensación de haber vuelto a esperar en vano me invadió. Con la ilusión y la mirada por el suelo, salí
del local. Arrastrando mis pasos, caminé algunos metros hasta que me tropecé
justamente con ella.
-Perdona –me dijo-.
No me fijé.
No pude abstraerme
del peculiar sonido de su voz; ese aire que atravesaba sus cuerdas vocales
venía de lejos y venía, de paso, a complicarlo todo.
-¿Tú no eres de aquí
no?
-No, soy de Chile.
Abrí los ojos más de lo normal.
-¿Qué pasa no te gustan los chilenos?
-Prefiero las chilenas -dije haciéndome el gracioso, pero el rostro inamovible de ella me demostraba lo contrario. Luego agregué-. ¿Y cómo te llamas?
-Lucía. ¿Y tú?
-No, yo no.
Tras dos segundos
eternos, esta vez ella sonrió. Y entonces, cuando pensé que su
rostro no podía verse mejor, aparecieron unos hermosos hoyuelos en sus mejillas.
Contra todo pronóstico, terminamos almorzando juntos. Y mientras más conversaba
con ella más me acostumbraba a su tono de voz y más me confundía sobre qué
debía decir en mi texto sobre los problemas entre Perú y Chile.
Más tarde, sentado
frente a la computadora y mirando la luna por la ventana, me asaltó el recuerdo
de Lucía: de su mirada, su sonrisa y su voz. Más dispuesto a la poesía que a la
coyuntura bilateral, de pronto Chile ya no era Bachelet sino Neruda; y aunque
no podría escribir un texto políticamente equilibrado, quizá sí podría escribir
los versos más tristes esa noche. Chile entonces no parecía ser más nuestro
enemigo, sino el país que le había obsequiado al mundo –y a mi cuadra- la
belleza sin par de Lucía. Cuánta razón tenía John Lennon con aquello de que es mejor hacer
el amor que la guerra.
Por cierto, Lucía
dice que Chile no espió al Perú y yo, pese a sus hoyuelos sureños, no le
creo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario