Después de un
par horas de viaje, el hombre, vestido de impecable terno y cargando un maletín
de cuero, descendió de la camioneta de lunas polarizadas. Observó a su
alrededor: pequeñas casas se repartían en forma desordenada por las laderas de
un cerro. Ante un gesto, los miembros de su seguridad permanecieron en el interior
del vehículo.
El hombre,
apretando el asa del maletín entre sus dedos, caminó unos pocos metros y luego
dobló a la izquierda. Parecía seguir un mapa mental cuidadosamente estudiado.
Volvió a doblar a la izquierda y entonces se acercó a un poblador que, sentado
frente a su casa, trataba de dormir.
-Señor,
disculpe, ¿conoce la casa de Belaúnde Lossio?
-Ah sí, el
prófugo –dijo el poblador-. Mire, ¿ve esa casita pintada de marrón con rosado?
-Sí. ¿Esa es?
-No, no, pero
¿puede usted creer que alguien la haya pintado así?
El hombre del
maletín se pasó la mano por el cabello. Luego se agachó para acercarse más al
poblador.
-¿Me puede
decir cuál es la casa?
-Sí, mire, ¿ve
esa casa de rojo que está en la esquina?
-Sí, esa es
entonces.
-Tampoco, pero
de ahí doblando la esquina hay una que tiene pintada una equis en la fachada.
El hombre se
incorporó y agradeció.
-Señor –dijo
el poblador- sabe, yo tengo una tiendecita adentro de mi casa y el señor Martín
me tiene una cuentita. Dígale que no se olvides pues.
El hombre del
maletín asintió y luego enrumbó a la esquina. Cuando estuvo frente a la casa,
golpeó la puerta: toc-toc-toc y luego de un par de segundos: toc-toc.
-¿Quién es?
–preguntaron desde dentro de la casa.
-Vengo de
parte de ya sabes quién.
-¿Y la clave
de la puerta?
-Ya la hice.
-Esa no es, te
faltó un toc.
-¿Puedes
abrirme por favor?
La puerta se
abrió y el hombre ingresó a la pequeña sala, amoblada apenas por un sillón
personal y uno para tres. En medio de ella, la figura de Belaúnde Lossio se
imponía.
-Siéntate por
favor- le dijo.
-Gracias –dijo
y se sentó en el sillón más pequeño.
-Te digo la
verdad –dijo Belaúnde Lossio- me sorprende que hayas venido tú mismo.
-Es que el asunto
ya se está poniendo demasiado peligroso, como bien debes saber.
-Sí, entiendo,
pero ¿no es más peligroso que se sepa que el propio Ministro de Justicia haya
venido a verme?
El ministro
Figallo sonrió.
-Más peligroso
sería que se sepa que sabemos dónde estás.
-En todo caso
más peligroso sería que yo empiece a hablar.
Figallo alzó
el maletín y lo puso sobre sus piernas.
-Justamente
eso queremos evitar.
Belaúnde
Lossio miró el maletín.
-¿Qué traes
ahí?
-Ahora vas a
ver.
-Espera,
espera. Dime, ¿no hubiera sido mejor que vengas con una ropa más casual?
-Bueno, es que
de aquí tengo una reunión y…
-¿No me digas
que has venido hasta aquí con toda tu seguridad?
-No, como
crees, se quedaron en la camioneta en la otra cuadra.
Belaúnde
Lossio se cubrió la cara con las palmas de sus manos y movió la cabeza.
-No te
preocupes.
-Bueno, ya,
dime, ¿qué hay en el maletín?
Figallo pone
su dedo sobre la rueda de metal y hace girar los pequeños rodillos hasta dar
con la clave. Luego abre el maletín y saca de él un sobre.
-Toma. Te lo
envía ya sabes quién.
-¿Ollanta?
-Yo no te
puedo decir, pero sí.
Belaúnde
Lossio abrió el sobre y antes de leerlo, miró a Figallo.
-Dime ¿y no
pudiste traer este sobre en tu saco nomás?
El Ministro
alzó los hombros.
-Vamos –dijo-
léela de una vez.
Belaúnde
Lossio extrajo el papel y empezó a leer. Mientras sus ojos recorrían la nota,
sus facciones se iban suavizando. Cuando terminó, con el alivio dibujado en su
rostro, volvió a mirar al Ministro.
-Vaya, muchas
gracias. Es decir, dile que muchas gracias.
-¿Le digo que
gracias?
-Claro, mira,
después que dije eso que no me iba a ir gratis a la cárcel, pensé que Ollanta y
Nadine estarían furiosos conmigo, pero me alegra que entiendan mi posición.
-Pero ellos
están furiosos contigo.
-Eso no dice
la carta. Si hasta me han prometido una manta.
-¿De qué
hablas? ¿Has leído bien?
-Claro, es
decir, no tengo mis lentes para leer, pero igual distingo bien. Así que por
favor agradécele a Ollanta de mi parte y, claro, a Nadine también.
-A ver, léeme
la carta, quiero ver por qué estás tan agradecido.
-Mira –dijo Belaúnde Lossio, sosteniendo la carta
de modo que los dos la veían-. Aquí dice: “No te olvides, estimado, que te
tomen la presión”.
-No –dijo Figallo- ahí dice: “No te olvides que es
tu miedo que te metan a prisión”.
Belaúnde Lossio movió su cabeza hacia atrás.
-Pero debe ser un error. Mira, aquí dice después:
“Cuando todo termine, verás cómo se te espera, con fiestas y mujeres”.
-No –dijo Figallo- ahí dice: “Cuando lodo me
tires, verás lo que te espera: confiesas y mueres”.
Belaúnde Lossio empezó a pestañear repetidas
veces. Se reacomodó en el sillón grande.
-Y aquí, mira, aquí dice: “La manta que Nadine te
mandará es para el frío”
-No –dijo Figallo- ahí dice: “Lamento que nadie te
sacará de este gran lío”.
Belaúnde Lossio se puso de pie. Con el rostro
agravado, caminó de un lado a otro por la pequeña sala.
-Pero esto no puede ser –dijo mientras no dejaba
de caminar- ¿entonces no hay manta?
-No –dijo el Ministro-. Pero qué querías también.
Te la has pasado amenazando a todos. Tú has buscado esta reacción. Pero, claro,
queda una posibilidad para ti.
-Sí, claro, que hable y hunda a todos.
-Pero te hundirías también tú. No dejes que tus
impulsos te traicionen. Vamos, siéntate.
Belaúnde Lossio se detuvo y se sentó.
-Podemos hacer que te acojas a la figura del
colaborador eficaz.
-Pero eso implicaría aceptar que he cometido
delito.
-Ya pues Martín –dijo Figallo- dejémonos de cosas.
Pese a que está molesto contigo, Ollanta está de acuerdo en que te ofrezcamos
que seas colaborador eficaz. Así podrás llevar el proceso en comparecencia
restringida y, con suerte, luego podrás salir del país como protegido.
-Pero igual voy a tener que hablar.
-Sí, claro, pero lo que digas ya puede ser direccionado
y no tienes que decir todo tampoco.
-No está mal la idea, pero no califico para eso. Lo
sé porque he estado leyendo todo lo que hay que saber sobre leyes.
-A ver ¿cuáles son las leyes de Newton?
-Vamos te hablo en serio. Yo no califico como colaborador
eficaz.
-¿Lo dices por lo de eficaz?
Belaúnde Lossio quedó en silencio mirando al
Ministro.
-Mira –dijo Figallo- no te preocupes por eso. Yo
me encargo de allanarte el camino. Déjame todo a mí.
-Bueno, voy a confiar en ti entonces. Ten cuidado
nomás que todo se descubra.
-Por favor Martín, ¿quién soy yo?
-Figallo.
-¿Con quién estás?
-Con Figallo.
-Entonces pues, tú tranquilo.
El Ministro se levantó y caminó a la salida. Belaúnde Lossio lo alcanzó y abrió la puerta. Ambos se dieron un
apretón de manos.
-Antes que me olvide –dijo Figallo-. Un vecino
tuyo me dijo que le tenías una cuenta.
-Ah sí, no le hagas caso. En verdad no es mi
vecino. Es uno del grupo Terna que Urresti me ha mandado para que cuide la
zona. Tú sabes, en estas fechas todos los delincuentes salen a las calles.
-Bueno –dijo Figallo
mirándolo-. Todos no.Publicado en la revista Velaverde N°93
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