miércoles, 19 de noviembre de 2014

De Cali para Lima

Sin duda la captura de Rodolfo Orellana en Colombia es una buena noticia para el país, aunque quizá no tan buena para Heriberto Benítez. Es, además, un respiro para este gobierno que injustamente está siendo objeto de sospechas por el solo hecho de actuar de modo sospechoso.
   
Pero, ¿cómo ocurrió la captura? ¿Cuáles son los detalles que se dieron alrededor de ella? ¿Por qué la DEA intervino en la operación? ¿Por qué Juan Manuel Santos felicitó solo a la policía colombiana? ¿Por qué Urresti se felicitó a sí mismo?


El siguiente relato de los hechos busca resolver estas y otras cuestiones, aunque, desde luego, no resuelve nada.


Cansados de que Orellana se siga burlando de la justicia, decidimos establecer nuestra propia búsqueda. Para ello recurrimos a una conocida técnica. Esta consiste en hacer un listado con todas las personas conocidas del prófugo, luego conseguir todos sus números de teléfonos fijos y celulares y revisar con cuidado los lugares a los que se haya llamado con más frecuencia. Sin embargo, cuando mi propio nombre apareció en la lista de sospechosos, decidí detener la búsqueda porque, después de todo, no teníamos por qué afanarnos tanto.

Quiso el destino que, esa misma tarde, una persona llamara a la revista para solicitar una suscripción y, además, para ofrecernos información sobre Orellana. Según nuestro informante, Orellana se encontraba en un departamento en Cali (Colombia). Incluso nos dijo  que en ese momento el prófugo –que se encontraba solo-, vestía un short negro, polo blanco y estaba jugando jenga. Pero había algo en la información que no nos terminaba de convencer: por lo general el  jenga no se juega solo.

Entonces le preguntamos a nuestro informante cómo sabía esa información, pero no quiso responder. Tampoco nos quiso dar su nombre, pese a que ello lo dejaba sin posibilidad alguna de suscribirse. Pero, pese a todas sus reticencias, al final aceptó reunirse con nosotros en un desconocido café de Miraflores.

Luego de cinco minutos de lo acordado llegó.

-Hola –le dije.
-Hola –me dijo, sentándose en la mesa- perdona la demora, pero no encontraba este café. Bueno, me llamo Inocencio Torrejón.
-Entiendo, no quieres decirme tu verdadero nombre por seguridad.
-No, ese es mi verdadero nombre.
-Entiendo, me dices que ese es tu verdadero nombre por seguridad.
-No –me dijo, apenas alterado- así me llamo. Inocencio Torrejón.
-Ah bueno, lo siento mucho, pero vayamos a lo importante. ¿Cómo sabes el paradero de Orellana?

Torrejón agachó entonces la cabeza y se pasó la mano por la frente.

-Yo trabajé para su revista Juez Justo.
-¿Entonces tú eras parte de la mafia?
-No, te aseguro que nunca aproveché mi cercanía a Orellana. Yo hago honor a mi nombre.
-Lo dices por lo de Inocencio.
-Más bien por lo de Torrejón.

El mozo llegó y pedimos un par de cafés.

-Está bien, trabajaste para la revista, pero cómo sabes dónde está ahora.

Torrejón miró a ambos lados del local, como asegurándose que nadie tenía los ojos puestos en él.

-Es que yo lo ayudé a salir del país. Fuimos primero a Chimbote, después a Piura y luego cruzamos la frontera.
-¿Y por qué lo hiciste?
-Es que le tenía aprecio.
-¿Pero acaso no te pagó nada?
-Claro, por eso le tenía aprecio.
-Por eso te digo, lo ayudaste por dinero.

Torrejón se reacomodó en la silla.

-Mira, yo nunca le pedí nada y él insistió. Y la verdad justo tenía que hacer unos pagos, pero ahora quiero hacer las cosas bien.

Entonces sacó de su bolsillo un papel, lo puso sobre la mesa y lo empujó hacia mí.

A la mañana siguiente, muy temprano, llegué a Cali después de tres horas de vuelo. Torrejón me había dado la dirección exacta donde se estaba ocultando Orellana. Primero tomé un taxi y dejé mis cosas en un hotel ubicado en el centro de la ciudad. El mismo taxista me llevó luego al lugar que indicaba la dirección.

En el trayecto, diseñé claramente mi plan y enumeré mis objetivos: encontrar a Urresti, entrevistar a la Policía y avisar a Orellana. Bueno, más o menos la idea era esa.

Me bajé del auto y me detuve a contemplar la casa. De pronto, lo vi. Orellana salía a comprar pan como un caleño más. Yo lo seguí, entré a la panadería y me puse en la fila detrás de él. Compró tres panes, 100 gramos de jamón y un tarro de leche. Luego regresó raudo hasta su departamento.

No había ninguna duda de la identidad de Orellana. Era el momento de actuar. Caminé hasta la puerta principal del edificio. Tenía pensado ya que le diría al portero para que me deje entrar, pero no pude ni tocar el timbre. Un hombre apareció no sé de dónde y me dijo en voz baja: “somos de la Policía, por favor retírese”.

-¿Somos? –le dije- Pero usted está solo.

El policía hizo un gesto de fastidio.

-¿Tú eres peruano? –me dijo, con rostro adusto- ¿A quién venías a ver?

No sé por qué en ese momento no se me ocurrió decir la verdad, quizá haya sido la falta de costumbre. Lo cierto es que dudé y en seguida aparecieron otros dos policías que me detuvieron y me metieron en un patrullero que estaba escondido a pocos metros de ahí. En el interior del vehículo, además del policía que iba al volante había un efectivo más y una persona tenía una casaca grabada con las letras: DEA. Recién entonces me decidí a contarles todo desde el principio. Unos minutos después, el agente de la DEA me dijo que no era necesario que cuente toda mi vida. “Who cares your prom dance”, me dijo.


Entonces se hizo un alboroto, las sirenas sonaron y más policías aparecieron. De pronto, abrieron la puerta del patrullero y vi cómo hicieron ingresar a Orellana hasta dejarlo sentado junto a mí. Esposado, con varios kilos menos, no se parecía en nada a la imagen del empresario poderoso y mafioso que se había ganado en el Perú.

-Sr. Orellana.
-¿Quién eres tú?
-Escribo en una revista.
-¿En Juez Justo? ¿Vienes por los sueldos atrasados? Mira, apenas pueda voy a regularizar ese tema.

Entonces uno de los policías nos pidió que nos callemos y así estuvimos durante todo el trayecto hasta llegar a una sede judicial.

Minutos después, en Roma, el presidente Ollanta Humala fue informado que se había capturado a uno de los más buscados prófugos de la justicia. De golpe, sufrió una baja de presión, pero luego se recuperó cuando le informaron que no se trataba de Belaúnde Lossio. 

En Lima, el ministro del Interior, Daniel Urresti, felicitó a la Policía, al gobierno colombiano y a sí mismo. Urresti también aprovechó la oportunidad para quejarse,  con toda razón, de quienes critican a la Policía y la desmoralizan. Sin embargo, no quedó claro si se refería a él mismo cuando, hace un par de semanas, llamó la atención en público a un efectivo policial.

Finalmente, me trajeron de regreso al país en el mismo avión que Orellana. Recién en el viaje de Cali a Lima pude explicar todo al propio Urresti, quien había viajado a Colombia para ver el tema del traslado. Urresti me creyó y me dijo que leía las columnas que escribo y en las que a veces lo menciono. Para mí sorpresa, mostró gran tolerancia y me dijo que ya no estaba detenido; sin embargo, pese a su reiterada y vehemente insistencia, preferí mantenerme en el avión. Pasado el susto, la verdad era que estaba emocionado: había obtenido una primicia, regresaba gratis a Lima y, sobre todo, con ese viaje seguía acumulando kilómetros LANPASS. ¿O no?

Publicado en la revista Velaverde Nº90


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