La revista Velaverde lamenta informar
que la columna de Yuri Rodríguez Vásquez no saldrá esta semana. Pedimos disculpas a todos los fieles
seguidores de este espacio, es decir, a la familia y amigos del autor. En su lugar, hemos
preferido publicar una reveladora carta
que nos llegó hasta nuestra redacción, hecho que nos sorprendió considerando que Serpost seguía en huelga. La
decisión, desde luego, no fue sencilla. El columnista iba a publicar un sesudo
y esperado ensayo sobre por qué se pierden los imperdibles. Mientras que la
misiva daba luces sobre la corrupción desatada en Chiclayo.
La votación del
consejo editorial fue reñida: dos votaron para que se publique la columna, tres
para que no se publique esta semana y cuatro para que no se vuelva a publicar
más. Lo importante, sin embargo, es la carta que a continuación se transcribe en su accidentada redacción original.
Clandestinidad, 11
de octubre del 2014
Señores de Velaverde:
Me llamo Cándido
Torrejón. Escribo esta carta para que tengan a bien publicarla y para que sepan
que aunque estoy en la clandestinidad en realidad no soy culpable de nada. Fui
parte de la gente del alcalde, pero nunca cometí delito, al menos no por
voluntad.
Todo comenzó en el
2007. Había sido despedido intempestivamente de mi trabajo, aunque con dos
semanas de anticipación. Flaco, ojeroso, cansado pero con ilusiones, me fui a
Chiclayo a probar suerte. Llegue a la ciudad con todos mis ahorros para primero tomarme un merecido descanso. Dos días después veía que los ahorros ya
se me estaban acabando así que decidí que era hora de buscar trabajo.
La primera vez que
salí a buscar trabajo me dirigí a la Plaza de Armas porque me habían dicho que
cerca de ahí había varios locales comerciales.
Por fortuna –o por
desgracia- ocurrió que al pasar cerca de la municipalidad escuché una bulla que
me hizo acercarme. Ingresé sin que me pidieran ningún documento. Y, apenas me
asomé a un local que llaman creo salón consistorial o algo así, un señor de
mediana edad, que lideraba la reunión, me señaló y todos los asistentes
voltearon a verme. Yo, intimidado, retrocedí y ya iba a irme cuando el señor
ese me llamó y me dijo: “Joven, pasa y siéntate”. Yo le obedecí y me senté.
“Este joven –dijo- es el vivo ejemplo de que la juventud chiclayana acude a
nuestro llamado para lograr una ciudad moderna”. Luego me dijo: “’¿De dónde
eres? ¿De Pimentel? ¿Monsefú? ¿Reque?” “No –le dije- soy de Lima”. Un murmullo
recorrió el recinto y el señor ese, que no tenía mucho cabello, dijo, ya no a mí, sino a todos: “Ya ven
señores, nuestro llamado ha calado tan hondo que desde la capital del país
vienen los jóvenes conocedores que el futuro del Perú está en Chiclayo”. La gente aplaudió aunque en verdad varios se
estaban sonriendo.
Cuando la reunión
terminó, el señor ese, que resultó que era el alcalde, se me acercó y me dijo:
“¿Qué diablos haces aquí?” “Bueno –le respondí- busco trabajo”. Me miró un par
de segundos y luego me dijo que estaba contratado, que fuera al día siguiente y
que ya verían donde me podrían colocar. Entonces sacó un billete de cien soles
y lo puso en mi mano. “Toma considéralo un bolo”. “¿No será un bono?”, le
pregunté. “Lo que sea –me dijo-, ¿lo quieres o no?”. Yo lo tomé en seguida
porque nunca me ha gustado que me presionen.
Me dieron un
trabajo de asistente del asistente del ayudante del alcalde, o algo así. La
primera mañana que estaba en el municipio la vi, a ella, a Katiuskha, me
refiero, a la que sería también mi jefe, es decir, mi jefa, la jefa de todos,
empezando por el alcalde. Pero en ese momento era solo una practicante aunque
pronto me di cuenta que prácticamente ese era un cargo formal. La verdad era
que ella hacía y deshacía en el municipio. Entonces fue que me contaron que
ella y el alcalde eran pareja. "Pero si ella puede ser la nieta del papá del
alcalde", comenté haciéndome el gracioso, pero la persona que estaba a mi
lado me dijo, muy seria, que tuviera cuidado con mis palabras.
Días después, el
sábado, el alcalde había organizado una gran fiesta. Fue entonces cuando pude
ver realmente la capacidad económica del alcalde. Desde las primeras horas de
ese día estuve ayudando con los preparativos. Me habían dado una lista inmensa
de cosas que debía de llegar a la casa y yo las iba cotejando: licor, gaseosas,
comida, bocaditos y muchas cosas más. Llegaron también varios grupos de cumbia
y durante la mañana y la tarde el alcalde visitaba esporádicamente la casa para
ver cómo iba todo.
En la noche, la
casa estaba llena. La primera orquesta ya estaba tocando y varias parejas ya
bailaban. Los mozos iban de un lado a otro, procurando que a ningún invitado
tuviera seca la garganta por mucho tiempo. En el patio, dos mesas larguísimas soportaban los enormes
platos de comida norteña. Yo me preguntaba a qué se debía la fiesta.
La respuesta llegó
media hora después cuando noté que había cierto alboroto en la entrada de la
casa. Entonces la vi y casi no la reconocí. Una elegante Katisukha llegó
acompañada de su madre y de algunas personas más. No sé de qué parte de la casa
salió, pero el alcalde, feliz de la vida, llegó raudo a recibirla. De pronto
pasó algo extraño, no sé quién empezó pero surgieron aplausos. La cosa es que
en un ratito ya todos estaban aplaudiendo y la imagen me hizo acordar,
igualito, a cuando en un quinceañero el padre presenta a su hija en sociedad.
Esa fiesta fue de
todas las que vi después sin duda la más costosa. Sin duda. No he hecho
cálculos ni nada pero por lo que recuerdo debe serlo. Algo de eso le dije al
alcalde esa misma noche cuando en un momento se me acercó a hacer un salud y
pude notar que ya estaba, digamos, bastante alegre. No me imaginé que su
respuesta sería tan directa y tan reveladora. “Señor –le dije- es una gran
fiesta, pero me da una curiosidad”. “Habla pues”, me dijo. “Yo he estado
recibiendo las cosas para la fiesta y son los mismos proveedores del municipio.
Es decir, ¿la fiesta se ha hecho con su plata o con la plata del
municipio?". Me miró unos segundos y luego me respondió "Es la misma
vaina".
En ese momento supe
que la corrupción en el municipio era inmensa, pero decidí quedarme con la
esperanza que el alcalde enmiende su camino, deje de robar y se entregue a Dios,
o a la justicia. Pero nada de eso pasó.
Hoy, sigo escondido
pero he decidido que en los próximos días, o semanas o no sé bien cuándo pero
pronto, voy presentarme ante las autoridades y decir todo lo que sé. Sobre mi
cuota de responsabilidad, debo aceptar que el dinero que recibí provenía de las
arcas del municipio y eso me hace cómplice. Nunca debí recibir esos 100 soles.
Cándido Torrejón
La autenticidad de
esta carta no está en discusión. Que la anécdota donde el alcalde dice aquello de “es
la misma vaina” se parezca mucho -quizá demasiado- a un cuento de García Márquez, no quiere decir de ningún modo que la misiva sea falsa.
Significa en todo caso que la ficción y la vida son, en ocasiones, la misma vaina.
Significa en todo caso que la ficción y la vida son, en ocasiones, la misma vaina.
Publicado en la revista Velaverde Nº85
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