Ahora
que la resaca patriótica ha terminado y que los entresijos políticos han
concluido, ahora que los acomodos y reacomodos en el Congreso y en el Ejecutivo
se han afianzado, al menos hasta nuevo aviso, conviene tomar un respiro de los
temas políticos. Por ese motivo comparto
el siguiente relato donde cuento el increíble e improbable suceso que me ocurrió,
el mismo que explica por qué, hasta el día de hoy, me mantengo en la
clandestinidad.
Estaba sentado en una de las tantas
bancas que hay en la avenida Pardo, en Miraflores, cuando de pronto
alguien se paró frente a mí. Era Don Estuardo, claro que en ese momento no lo
conocía. Entonces, sin más, me preguntó: "¿Eres tú?". Por un segundo
-bueno, por dos- quedé pasmado. De acuerdo a como se le viera, podría tratarse
de una pregunta existencial, de hondo contenido filosófico, o también podría
tratarse de una estupidez. “Sí, soy yo”, le respondí.
Entonces sucedió algo
improbable. Don Estuardo metió la mano en su saco y extrajo un inmenso fajo de
billetes de 100 dólares, lo que resultó impresionante considerando que
no tenía saco. “Toma”, me dijo; y yo, en un acto casi involuntario, estiré mi
mano y recibí el dinero. Entonces agregó: “Me llamo Don Estuardo, también
podrías llamarme Juan, pero no tendría sentido”. Luego sacó más fajos y agregó
"para ser más exactos son 100 mil dólares".
Yo seguía atónito,
totalmente despalabrado. Don Estuardo notó mi perturbación. "No te
preocupes" me dijo y agregó "si no me sigues ni dices nada a
nadie nos vemos en un año, en este mismo lugar y a esta misma hora".
Y así, de repente, se fue. Palpé el dinero y sentí que
Benjamin Franklin, cuyo rostro aparece en los billetes de 100 dólares, me
observaba. Luego levanté la cabeza y me quedé unos minutos
mirando hacia todos los lados, buscando alguna explicación y buscando también
un banco donde hacer el depósito.
Una vez en mi departamento,
decidí tomar las cosas con calma. Mi primera pregunta fue si debía gastar o no
el dinero. Una parte de mí me decía que sí, otra parte me decía que no, otra
parte me decía que lo haga pero con responsabilidad y otra parte me decía que
mejor vaya a tratar mi problema de personalidad múltiple. Decidido a usar el
dinero, medité sobre cómo debía gastarlo. De pronto, la idea de ayudar a los
pobres del país pasó por mi mente, pero pasó muy rápido.
Al final viajé mucho y
compré muchas cosas útiles, algunas de telemarketing (tengo un kit completo
para destender la cama) y otras de maquinaria pesada (la limpiadora de nieve
está como nueva).
El tiempo pasó y un año
después yo estaba sentado en la misma banca y a la misma hora (y con la misma
ropa para ser sincero). Miraba a todos lados esperando la llegada de Don
Estuardo. Entonces lo vi.
Caminó hasta mí con paso
cansado. Volvió a sacar varios fajos de billetes y me los dio. "Nos vemos
en un año", me dijo. Esta vez no pude contener la curiosidad y le solté
todas las preguntas que debía haberle hecho hacía un año. ¿Quién eres? ¿Por qué
haces esto? ¿Por qué me elegiste a mí? ¿No tienes euros? Se me acercó con aires
de abuelo engreídor y me respondió: "En verdad nada de eso importa y no,
no tengo euros".
Los dos años siguientes fui
al mismo lugar y Don Estuardo apareció sin falta, pero este año, para mi
congoja, nunca llegó.
Todo cobró sentido cuando
semanas después vi su foto en un reportaje televisivo. En él se daba cuenta del
extraño caso de Don Estuardo Ibáñez del Campo, un anciano millonario que había
fallecido de un paro cardíaco y que, para sorpresa y estupor de sus herederos,
había gastado casi toda su fortuna entregando ingentes cantidades de dinero a
desconocidos. La nota afirmaba que se estaba buscando a los beneficiados
para recuperar el dinero, pues según uno de sus mortificados herederos
"ese viejo loco no tenía derecho a dilapidar la fortuna familiar".
En salvaguarda de mi
seguridad personal he cambiado los nombres y lugares que aparecen aquí (por
ejemplo, las cosas no sucedieron en la banca que mencioné de la avenida Pardo,
sino en la del costado).
Y bueno, pese a estar en la clandestinidad, no me puedo quejar. Al final,
me queda el recuerdo desinteresado de aquel viejecito que me procuró tantas
alegrías. Siempre evocaré con nostalgia el apacible, amable y verdoso rostro de
Benjamin Franklin.
Publicado en la revista Velaverde Nº75
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