Tras varios días de encierro, me dispuse a salir. La misión:
comprar un par de cosas que nos faltaban. Me puse el buzo de mil batallas, un
polo de color salmón -en gustos y colores…- y un par de sandalias. Estaba a
punto de abrir la puerta cuando mi hermana no solo me detiene, sino me
recrimina, que cómo se me ocurre salir así, sin la debida protección. Y
entonces sacó, no sé de dónde, una mascarilla y un par de guantes de goma.
Quise alegar algo, pero no pude ni llegar a la mitad de lo que iba a decir
porque mi hermana me dio el mayor de los argumentos: la salud y el cuidado de
mi madre. Entonces recobré la razón, me puse la mascarilla, los guantes y si no
me embolsé a mí mismo fue porque no encontré ninguna bolsa que diera la talla.
Apenas
llegué a la calle, quedé asombrado al ver que una decena de personas estaban
deambulando sin el menor cuidado y como si estuviéramos en otro planeta.
Respetando siempre el metro de distancia con la gente, caminé hasta el
minimarket. Entré con rapidez y sin muchos rodeos cogí el par de cosas que
necesitaba. Cuando me acerqué a la caja, quedé espantado: las tres personas que
formaban la cola estaban pegadas, pegadísimas, casi adheridas entre sí. Yo,
desde luego, me puse un poco más de un metro detrás de ellas.
La
última de las tres personas terminó de pagar y entonces iba a acercarme a la
caja cuando un señor aparece de la nada, se pone delante de mí y coloca sobre
el mostrador sus enormes bolsas. Ignorando totalmente mi presencia, veo que
empieza a sacar los productos para que el cajero vaya sumando la cuenta.
- Señor,
disculpe, acá había una cola- le digo con amabilidad, a través de la
mascarilla.
- Yo no veo ninguna -me dijo apenas volteando medio cuerpo.
- Por eso mismo, le dije que había una cola, no que hay una cola.
El señor
dio un suspiro de impaciencia, como quién dice a ver quién me quiere complicar
la vida. Luego volteó, se enderezó lo más posible y me miró fijamente. Recién
entonces pude ver que era más alto que yo y que su cabeza, demasiada pequeña
para su cuerpo, no calzaba con él.
- No le
entiendo -me dijo con cara de entenderlo todo.
- Le digo que yo estaba en la cola.
- Cuando vine no había ninguna cola, por eso me puse aquí.
- Yo estaba detrás de la persona que se fue.
- No, no estabas.
- Señor, yo estaba detrás.
- Yo no vi a nadie.
- Porque estaba a un metro de ella.
- ¿Estabas a un metro?
- Sí
- Entonces no estabas en la cola.
Moví la
cabeza de un lado a otro, entre indignado y confundido por lo ilógico de su
lógica. El señor aprovechó para dar por concluido nuestro breve y acaso inútil
intercambio de palabras. Luego, como si nada hubiera pasado, continuó sacando
las cosas de sus bolsas.
- Oiga
señor -le dije ya en un tono un poco más alto. Al menos sentí vibrar la
mascarilla.
El señor
acuso recibo y volteó a verme, esta vez creo que ya sin el más mínimo ánimo de
dialogar.
- ¿Qué
pasa?
- Lo que usted hace no es justo. Además, yo solo tengo un par de cosas que
pagar.
- Mire, mientras más me habla, más me voy a demorar.
Entonces
le solté una frase que había escuchado antes, pero que nunca había utilizado.
Sin embargo, aquel pareció el momento justo para lanzarla.
- ¡Por
eso estamos cómo estamos!
Pero el
señor ni se inmutó. El que tampoco se inmutó fue el cajero que ya estaba
pasando los productos por la lectora de códigos de barra. Es decir, todo
indicaba que yo iba a salir perdiendo. Y, lo admito, ante tal circunstancia,
ante tan adversa coyuntura, recurrí a lo más bajo, a lo más pedestre, a lo más
reptiliano, recurrí al improperio, a la diatriba, al insulto duro y puro.
-
¡Candelejón! -le solté, sin más.
Vi que
la cabeza del señor se levantó y otra vez dejó de sacar de sus bolsas lo que
iba a comprar. Entonces volteó a verme.
- ¿Qué
me ha dicho?
Yo, que
ya andaba envalentonado, y que me sentía medio malhechor con la mascarilla y
los guantes puestos, se lo volví a decir, sin miramientos.
-
¡Candejelón!
- ¿Y qué mierda es eso?
- ¿No sabe qué significa?
- No, no sé.
- ¿Y a qué le suena?
- Carajo, ¿qué significa?
- ¡Huevón!
El señor
frunció el ceño y apretó los puños. Luego movió su cabeza hacia adelante,
afirmativamente, como si estuviera respondiendo alguna pregunta. En ese
instante comprendí que si yo había derramado lisura, el señor quería derramar
sangre. Y no precisamente la de él. Yo me planté firme e incluso me atreví a
dar medio paso adelante. Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir. El señor
empezó a caminar hacia mí dispuesto a todo. Yo dejé en el suelo el par de cosas
que iba comprar, di un suspiro bajo la mascarilla y me reacomodé los guantes de
goma. De pronto, por segunda vez en el día, recobré la razón.
-
Quédese ahí -le dije al tiempo que yo retrocedía. -El metro.
- ¿Qué metro?
- El metro, la distancia social.
- La distancia social -repitió mecánicamente, como recordando alguna vieja
lección.
- Y usted ni siquiera tiene mascarilla.
- Ah, claro, la distancia social, el metro, ya le entiendo – dijo y se detuvo.
- ¿No ha visto las noticias?
- Sí, sí, claro -dijo bajando la guardia y relajando los hombros.
Durante
un par de segundos ambos nos quedamos en silencio e inmóviles. Luego el señor
dirigió su mirada al par de cosas que yo había dejado en el suelo.
- ¿Sabe
qué? Pague usted primero.
- ¿En serio?
- Sí, en serio.
No sé
exactamente qué pasó. Quizá comprendió que ya bastante problemas teníamos como
para sumar uno más, o quizá entendió que más rápido era dejarme pagar de una
buena vez el par de cosas que iba a comprar. Lo cierto es que cedió. Y, aunque
le agradecí, no pude evitar pedirle que, antes de acercarme, por favor, se
apartara de la caja y tomara la distancia debida, o sea, literalmente, de vida.
El señor respiró profundo, me miró y, en efecto, se alejó uno, dos, hasta tres
pasos. Entonces, por fin, aliviado y con una discreta sonrisa de satisfacción,
caminé hasta la caja. Pero de pronto, en ese momento, estando ya a punto de
pagar, y ante la sorpresa del señor, del cajero y de mí mismo, no lo hice. No
diré que recobré la razón por tercera vez en el día, pero me di cuenta de que,
en verdad, lo mejor era dejar que el señor termine de pagar, total ya había
empezado a hacerlo.
Y así,
mientras el cajero retomaba la lectura de los códigos de barra y el señor
terminaba de descargar sus bolsas, yo, como quién no quiere la cosa, devolví el
par de cosas que ya no iba a comprar y discretamente salí del minimarket. Y
aunque sé que eso le puede pasar a cualquiera, no pude menos que sentirme algo
avergonzado y bastante candelejón porque, después de tanto cuidado y tanta
tensión, había dejado el dinero olvidado en casa, a mucho más de un metro de
ahí.