lunes, 13 de octubre de 2014

La carta de Cándido Torrejón

La revista Velaverde lamenta informar que la columna de Yuri Rodríguez Vásquez no saldrá esta semana. Pedimos disculpas a todos los fieles seguidores de este espacio, es decir, a la familia y amigos del autor. En su lugar, hemos preferido  publicar una reveladora carta que nos llegó hasta nuestra redacción, hecho que nos sorprendió  considerando que Serpost seguía en huelga. La decisión, desde luego, no fue sencilla. El columnista iba a publicar un sesudo y esperado ensayo sobre por qué se pierden los imperdibles. Mientras que la misiva daba luces sobre la corrupción desatada en Chiclayo.

La votación del consejo editorial fue reñida: dos votaron para que se publique la columna, tres para que no se publique esta semana y cuatro para que no se vuelva a publicar más. Lo importante, sin embargo, es la carta que a continuación se transcribe en su accidentada redacción original.


Clandestinidad, 11 de octubre del 2014

Señores de Velaverde:

Me llamo Cándido Torrejón. Escribo esta carta para que tengan a bien publicarla y para que sepan que aunque estoy en la clandestinidad en realidad no soy culpable de nada. Fui parte de la gente del alcalde, pero nunca cometí delito, al menos no por voluntad.

Todo comenzó en el 2007. Había sido despedido intempestivamente de mi trabajo, aunque con dos semanas de anticipación. Flaco, ojeroso, cansado pero con ilusiones, me fui a Chiclayo a probar suerte. Llegue a la ciudad con todos mis ahorros para primero tomarme un merecido descanso. Dos días después veía que los ahorros ya se me estaban acabando así que decidí que era hora de buscar trabajo.

La primera vez que salí a buscar trabajo me dirigí a la Plaza de Armas porque me habían dicho que cerca de ahí había varios locales comerciales.

Por fortuna –o por desgracia- ocurrió que al pasar cerca de la municipalidad escuché una bulla que me hizo acercarme. Ingresé sin que me pidieran ningún documento. Y, apenas me asomé a un local que llaman creo salón consistorial o algo así, un señor de mediana edad, que lideraba la reunión, me señaló y todos los asistentes voltearon a verme. Yo, intimidado, retrocedí y ya iba a irme cuando el señor ese me llamó y me dijo: “Joven, pasa y siéntate”. Yo le obedecí y me senté. “Este joven –dijo- es el vivo ejemplo de que la juventud chiclayana acude a nuestro llamado para lograr una ciudad moderna”. Luego me dijo: “’¿De dónde eres? ¿De Pimentel? ¿Monsefú? ¿Reque?” “No –le dije- soy de Lima”. Un murmullo recorrió el recinto y el señor ese, que no tenía mucho cabello,  dijo, ya no a mí, sino a todos: “Ya ven señores, nuestro llamado ha calado tan hondo que desde la capital del país vienen los jóvenes conocedores que el futuro del Perú está en Chiclayo”.  La gente aplaudió aunque en verdad varios se estaban sonriendo.

Cuando la reunión terminó, el señor ese, que resultó que era el alcalde, se me acercó y me dijo: “¿Qué diablos haces aquí?” “Bueno –le respondí- busco trabajo”. Me miró un par de segundos y luego me dijo que estaba contratado, que fuera al día siguiente y que ya verían donde me podrían colocar. Entonces sacó un billete de cien soles y lo puso en mi mano. “Toma considéralo un bolo”. “¿No será un bono?”, le pregunté. “Lo que sea –me dijo-, ¿lo quieres o no?”. Yo lo tomé en seguida porque nunca me ha gustado que me presionen.

Me dieron un trabajo de asistente del asistente del ayudante del alcalde, o algo así. La primera mañana que estaba en el municipio la vi, a ella, a Katiuskha, me refiero, a la que sería también mi jefe, es decir, mi jefa, la jefa de todos, empezando por el alcalde. Pero en ese momento era solo una practicante aunque pronto me di cuenta que prácticamente ese era un cargo formal. La verdad era que ella hacía y deshacía en el municipio. Entonces fue que me contaron que ella y el alcalde eran pareja. "Pero si ella puede ser la nieta del papá del alcalde", comenté haciéndome el gracioso, pero la persona que estaba a mi lado me dijo, muy seria, que tuviera cuidado con mis palabras.

Días después, el sábado, el alcalde había organizado una gran fiesta. Fue entonces cuando pude ver realmente la capacidad económica del alcalde. Desde las primeras horas de ese día estuve ayudando con los preparativos. Me habían dado una lista inmensa de cosas que debía de llegar a la casa y yo las iba cotejando: licor, gaseosas, comida, bocaditos y muchas cosas más. Llegaron también varios grupos de cumbia y durante la mañana y la tarde el alcalde visitaba esporádicamente la casa para ver cómo iba todo.

En la noche, la casa estaba llena. La primera orquesta ya estaba tocando y varias parejas ya bailaban. Los mozos iban de un lado a otro, procurando que a ningún invitado tuviera seca la garganta por mucho tiempo. En el patio,  dos mesas larguísimas soportaban los enormes platos de comida norteña. Yo me preguntaba a qué se debía la fiesta.

La respuesta llegó media hora después cuando noté que había cierto alboroto en la entrada de la casa. Entonces la vi y casi no la reconocí. Una elegante Katisukha llegó acompañada de su madre y de algunas personas más. No sé de qué parte de la casa salió, pero el alcalde, feliz de la vida, llegó raudo a recibirla. De pronto pasó algo extraño, no sé quién empezó pero surgieron aplausos. La cosa es que en un ratito ya todos estaban aplaudiendo y la imagen me hizo acordar, igualito, a cuando en un quinceañero el padre presenta a su hija en sociedad.

Esa fiesta fue de todas las que vi después sin duda la más costosa. Sin duda. No he hecho cálculos ni nada pero por lo que recuerdo debe serlo. Algo de eso le dije al alcalde esa misma noche cuando en un momento se me acercó a hacer un salud y pude notar que ya estaba, digamos, bastante alegre. No me imaginé que su respuesta sería tan directa y tan reveladora. “Señor –le dije- es una gran fiesta, pero me da una curiosidad”. “Habla pues”, me dijo. “Yo he estado recibiendo las cosas para la fiesta y son los mismos proveedores del municipio. Es decir, ¿la fiesta se ha hecho con su plata o con la plata del municipio?". Me miró unos segundos y luego me respondió "Es la misma vaina".

En ese momento supe que la corrupción en el municipio era inmensa, pero decidí quedarme con la esperanza que el alcalde enmiende su camino, deje de robar y se entregue a Dios, o a la justicia. Pero nada de eso pasó.

Hoy, sigo escondido pero he decidido que en los próximos días, o semanas o no sé bien cuándo pero pronto, voy presentarme ante las autoridades y decir todo lo que sé. Sobre mi cuota de responsabilidad, debo aceptar que el dinero que recibí provenía de las arcas del municipio y eso me hace cómplice. Nunca debí recibir  esos 100 soles.

                                                                                                             Cándido Torrejón


La autenticidad de esta carta no está en discusión. Que la anécdota donde el alcalde dice aquello de “es la misma vaina” se parezca mucho -quizá demasiado- a un cuento de García Márquez, no quiere decir de ningún modo que la misiva sea falsa. 

Significa en todo caso que la ficción y la vida son, en ocasiones, la misma vaina.

Publicado en la revista Velaverde Nº85

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